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México, Bolivia y la incierta reelección de Luis Almagro

El canciller Marcelo Ebrard hizo una grave acusación contra la OEA: la de haber guardado silencio ante el golpe de Estado. Análisis sobre la convulsa situación de Latinoamérica y el papel que juega nuestro país.

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13 DE NOVIEMBRE DE 2019
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La geopolítica es destino y está alcanzando al gobierno de López Obrador. Consciente de los enormes retos internos que enfrenta y de los riesgos de entrar en confrontación con su par estadounidense Donald Trump, AMLO ha insistido que, en su orden de prioridades, la política exterior no está muy arriba. Así se lo dijo al presidente electo de Argentina, Alberto Fernández, que el 4 de noviembre vino a tratar de convencerlo de formar un nuevo “eje progresista” que le ponga un alto a la ofensiva derechista en la región.

El mundo ha entrado en una fase de alta conflictividad social y América Latina es uno de sus escenarios más volátiles, si no el que más. El proscenio boliviano es el que obligó a México a reaccionar con mayor determinación. Pero las llamas corren de Ushuaia a Tijuana y más allá.

La efervescencia presiona hacia una reconfiguración que el canciller Marcelo Ebrard ha reconocido en esta coyuntura, aunque en una clave que la generalidad de los analistas no parece haber visto. No es sólo por darle asilo al expresidente boliviano Evo Morales: México ha decidido lanzar su peso en una intervención muy importante.

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El secretario de Relaciones Exteriores hizo una grave acusación contra la Organización de Estados Americanos (OEA): la de haber guardado silencio ante el golpe de Estado en Bolivia. En contraste, resalta su protagonismo en la crisis electoral de ese país.

No sólo en ello: el secretario general de la OEA, Luis Almagro, ha alcanzado un intenso nivel de activismo en otros casos de agitación social contra gobiernos supuestamente de izquierda, como Venezuela y Nicaragua, al que en el pasado estuvo muy próximo el del boliviano Morales. Esto no llamaría tanto la atención si Almagro hubiera actuado con similares convicciones democráticas ante la represión ejercida por regímenes de derecha como los de Chile y Ecuador, o ante las amenazas a los fundamentos mismos de la democracia que hace el de Jair Bolsonaro en Brasil. 

Pero ahí, como ante el golpe, ha actuado con suavidad y pereza.

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La denuncia de Ebrard se produce en vísperas de una coyuntura significativa: después de casi cinco años de gestión, Almagro aspira a reelegirse en el cargo dentro de cuatro meses, el 20 de marzo de 2020. Todavía en septiembre, cuando el presidente colombiano Iván Duque (que representa a una de las facciones más belicistas del continente, la del expresidente Álvaro Uribe) le brindó públicamente su apoyo, se daba por seguro que lo conseguiría.

Es el candidato de Washington y, con él, el de los gobiernos de derecha que ocuparon los palacios latinoamericanos tras el periodo de predominancia centroizquierdista de Lula, Bachelet y los Kirchner.

AMLO, FORZADO A LLAMAR A LAS COSAS POR SU NOMBRE

La rueda de la fortuna está girando con mayor velocidad de lo que muchos creían, no obstante, empujada por poderosas insurgencias sociales en Chile y Ecuador, por un grave resquebrajamiento institucional en Perú y por una aguda fragmentación política en Colombia, que deja a los presidentes de esos países debilitados.

En Argentina, Mauricio Macri fue arrasado por la economía que él creía su aliada y se desplomó ante el peronismo progresista. En Brasil, el régimen extremista de Bolsonaro ya estaba en problemas y ahora enfrenta el reto del expresidente Lula, que fue encarcelado mediante la prevaricación –según los chats de Telegram revelados por The Intercept– del entonces fiscal y hoy ministro de Justicia, Sérgio Moro, y acaba de salir en libertad, con ánimo de dar la pelea.

Como auxilio para el bloque de derechas, en Uruguay, baluarte de izquierda por década y media, parece que el Frente Amplio puede perder las elecciones, y con Bolivia, serían dos tantos a favor. Es magro consuelo: son dos países pequeños, por su economía y población, en comparación con Argentina y México. 

Sin embargo, faltaba una definición de este último, que tradicionalmente había sido un activista de gran influencia regional, pero que estaba casi desaparecido en este siglo bajo sucesivos gobiernos del PAN y del PRI, y ahora de Morena.

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AMLO no quería más problemas. El rudo sacudón trumpista, que mediante el garrote de los aranceles amenazó con la destrucción económica mexicana, lo forzó a echar reversa en su política migratoria, que de las puertas abiertas pasó a la persecución del extranjero.

Ahora ha tenido que sacar la cabeza del hoyo de avestruz y dar un paso adelante, operando para rescatar a Evo Morales y darle casa y foro, y llamando a las cosas por su nombre, golpe de Estado, sin algún eufemismo, como hubiera preferido Almagro (hay que anotar que Trump, que interpreta la caída de Evo como un anticipo para el venezolano Maduro y el nicaragüense Ortega, no ha criticado la postura mexicana).

Pareció, además, que a final de cuentas sí escuchó a Alberto Fernández sobre la importancia de recuperar influencia en el tablero latinoamericano, ahora que el péndulo –un poco a golpes– parece ir de regreso. 

¿Con qué tanta decisión estarán dispuestos a actuar? Falta para verlo.

Pero al convocar a una reunión urgente de la OEA para tratar el caótico golpe boliviano, lo que prefigura un severo llamado a cuentas a Almagro, México toma la iniciativa para hacer ver que lo de la reelección del secretario general no será un paseo, ni puede darse por asegurada.

Y que regresa, de esta manera, a la complicada justa regional.

 

@temoris

 



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