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Convivencia distante

ENRIQUE SERNA escribe sobre la cohabitación. “Evitar los estragos de la lejanía y el agobio de la proximidad, preferir el noviazgo eterno a la tediosa cadena: tal vez en esto resida el secreto de una pareja feliz”.

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La sabiduría popular tiene buenas razones para ridiculizar el amor de lejos, porque sólo una fidelidad heroica puede vencer las tentaciones cuando el ser amado permanece mucho tiempo en otra ciudad o en otro país. Las historias edificantes de parejas que sobrevivieron a separaciones prolongadas quizá omiten un detalle poco romántico: las relaciones sexuales sin compromiso que ambos amantes debieron tener para soportar el alejamiento. Pero la convivencia estrecha, como todos sabemos, tampoco garantiza la perpetuación del amor, y en muchos casos puede asfixiarlo. En materia de cohabitación, el empacho es más nocivo que la hambruna, pues introduce los gérmenes del hastío en el organismo de los hermanos siameses. 

Por supuesto, la sabiduría popular ni siquiera contempla ese peligro, o lo considera un inconveniente menor. De hecho, los tribunales de la decencia reprueban a los cónyuges o concubinos que duermen en camas o en cuartos separados, como si el distanciamiento físico preludiara el hedonismo egoísta y la desintegración familiar. Aunque un imperativo económico haya impuesto desde tiempos inmemoriales la costumbre de compartir la cama, el culto a la norma transformó la necesidad en virtud. Entre sus diez mandamientos, Dios no incluyó el de oler los pedos y oír los ronquidos de la pareja, pero la moral judeocristiana santificó esos deleites, que ahora tienen fuerza de ley entre las parejas convencionales.  

La revolución liberal de los años 60 creó un nuevo arte de amar en el que la distancia entre los amantes ya no se considera un enemigo de la plenitud erótica y afectiva. Se trata de un distanciamiento estratégico, fundado en la confianza mutua, que busca evitar el desgaste inherente a la vida en común y preservar el carácter volitivo de la entrega amorosa. No es una panacea, desde luego, pues pocas uniones distantes duran hasta la muerte. Tampoco es un tipo de relación accesible a cualquier bolsillo, sino un refinamiento más o menos burgués. Pero mientras duran, los matrimonios o las uniones libres en los que el hombre y la mujer tienen casa aparte probablemente sean la mejor opción para vivir amores intensos y profundos libres de coacciones. Evitar los estragos de la lejanía y el agobio de la proximidad, preferir el noviazgo eterno a la tediosa cadena: tal vez en esto resida el secreto de una pareja feliz.

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Pero si dos personas se aman, ¿para qué quieren estar solos la mitad de la semana?, se preguntan, molestas, las buenas conciencias, oliendo intenciones pecaminosas. El atormentado y genial novelista Yukio Mishima responde a esa objeción en La escuela de la carne, la historia de Taeko Asano, una guapa y exitosa modista divorciada que se enamora de Senkitchi, un cantinero veinte años menor, y a pesar de amarlo con locura, se resiste a cohabitar con él: “Taeko Asano gozaba de una soledad feliz –cuenta Mishima–. Ni siquiera necesitaba pensar intensamente en Senkitchi. La dicha profunda que experimentaba al encontrarse sola era la mejor prueba de la existencia del joven”. ¿Habría experimentado Taeko esa dicha profunda si viviera con Seniktchi? Probablemente no, porque la vida en común implica un grado de simbiosis incompatible con los goces solitarios. El delicado sentimiento definido por Mishima sugiere que los amantes se hospedan en el alma de su pareja cuando no viven juntos, ni padecen las restricciones impuestas por la monogamia. Concebida de esa manera, la soledad no es la antítesis del amor, sino la tierra donde florece.

Se me objetará, desde la trinchera de la normalidad, que ese tipo de amores propician el libertinaje, pues tanto el hombre como la mujer pueden tener aventuras cuando no están con el ser amado. En efecto, ese riesgo existe, y a veces despierta celos atroces, pero cuando el amor no es un contrato a perpetuidad sino un pacto que se renueva todos los días, los amantes pueden tener la certeza de que su pareja ha vuelto a elegirlos entre muchas otras opciones. En cambio, la compañía forzada elimina esa posibilidad y poco a poco introduce la obligación en el reino del placer. Desde luego, la cohabitación compensa esa desventaja con una dosis mayor de seguridad que nos libera de angustias y dudas. Pero quizá la angustia y la duda sean los efectos secundarios de cualquier amor y el mejor condimento de una soledad feliz.  

Una vez afincada en el terreno resbaladizo de las pasiones, la seguridad conyugal ya no permite dar marcha atrás, pues como advierte Mishima en la misma novela, “cuando dos personas que han vivido juntas deciden separarse, nunca vuelven a la situación anterior. Es decir, toda separación generalmente implica el fin del amor”. Conviene tenerlo presente a la hora de optar por la cohabitación, pues quizá la mejor manera de prolongar el amor consista en no someterlo a esa prueba.

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